domingo, 23 de mayo de 2010

REFORMA POLITICA: ¿SE PROFUNDIZARA O SOLO ES MAQUILLAJE?

Una relación particular

Fue cartel, bandera y grito. Finalizaba 2001, y junto con una sucesión inédita de presidentes temporarios, la frase circulaba por todo el país: «Que se vayan todos», reclamo generalizado que marcó el punto más alto de crisis política e institucional desde el fin de la dictadura, y la necesidad de construir una nueva forma de hacer política, con participación popular y mejores mecanismos de control que los existentes.

CONGRESO. La reforma aprobada por el Parlamento, con veto parcial del Poder Ejecutivo, favorece la profundización del bipartidismo.

Pero aquellas marchas, actos, asambleas populares, cortes de calles, no apuntaban solamente a los dirigentes políticos, como se instaló a través de las crónicas periodísticas de entonces. ¿No había allí una expresión de hartazgo ante la falta de canales adecuados de participación ciudadana? ¿No surgía aquel grito como protesta ante la consagración de la impunidad, nacida de la continuidad en los tribunales de centenares de funcionarios instalados por la dictadura y con la consolidación judicial de las leyes que impidieron el juzgamiento de los genocidas?
Cuando se habla de reforma política se la suele circunscribir al funcionamiento de los partidos, dejando de lado otras instancias que hacen, también, al funcionamiento del Estado. De tal modo que limitar la crisis a la práctica política, a la representatividad de los partidos, parece un enfoque limitado. Lo que detonó la reacción social del 19 y 20 de diciembre de 2001 fue la profunda crisis institucional causada por un modelo económico de exclusión, iniciado durante la dictadura genocida, que puso al Estado al servicio del mercado. La crisis, esa crisis que motiva la necesidad de una reforma, alcanza a todo el sistema democrático posterior a 1983, atravesando los tres poderes del Estado.
Atender esta compleja situación debería ser el centro de una reforma política, que no quede a medio camino, limitándose a la mera reformulación de algunos mecanismos electorales y de organización partidaria. Algo así ocurrió en diciembre pasado. 42 senadores levantaron la mano en la última sesión realizada antes del recambio legislativo, y aprobaron la ley 26.571, que luego recibió el veto presidencial de dos de sus artículos, por el cual se dificulta la formación y legalización de las fuerzas nuevas o más pequeñas.
No se pusieron en discusión en esa oportunidad iniciativas como institutos de democracia semidirecta –herramientas que acercan a la sociedad a las políticas que se implementan desde el Estado, entre otras, consulta popular de ágil implementación, iniciativa ciudadana, referendos, revocatorias de mandato, presupuesto participativo–, mecanismos democráticos para la designación de los jueces, políticas innovadoras en materia de lucha contra la corrupción y libre acceso a la información pública, entre otros temas que podrían abrir camino a cambios profundos. Para peor, en la mayoría de los debates «mediáticos» que se fueron desarrollando en este período, la reforma necesaria quedó reducida a cuestiones como listas sábana, voto electrónico y el «costo de la política».

Cambio de clima

«El 2001 es un punto de eclosión, aunque en realidad la crisis venía de antes. Más que una crisis vinculada sólo con la legitimidad o la representatividad, se viene dando, desde la globalización neoliberal, un proceso de deterioro progresivo de los estados nacionales que impacta directamente en la dimensión del poder», afirma el sociólogo Angel Petriella. «Es decir, durante 20 años los Estados han quedado relegados a administrar conflictividades en las cuales ellos no eran los actores emergentes en la toma de decisiones, por el contrario, lo eran los grandes grupos de poder, corporaciones transnacionales y estamentos no estructurados. Esto fue generando una suerte de obsolescencia relativa por parte de los Estados».
El «encauce» institucional llegó dos años más tarde, luego de las elecciones convocadas con anticipación por Eduardo Duhalde, al cabo de la «masacre de Avellaneda» en la que fueron asesinados por fuerzas policiales Maximiliano Kosteki y Darío Santillán. El caudillo de Lomas de Zamora dejó la Casa Rosada sin siquiera haber cumplido el período de mandato original de Fernando de la Rúa.
En ese lapso se experimentaron nuevas formas de participación social –movimientos piqueteros, asambleas barriales– y se produjo, no sólo en la Argentina sino en todo el continente, un cambio de «clima de época», a partir del cual comenzaron a consolidarse liderazgos con, en mayor o menor medida, una impronta reformista, que tomaba distancia de algunos aspectos de la política que se adueñó del continente entre los 70 y los 90.
Parecía entonces más instalado que nunca el tema de la reforma política y se percibió una demanda social en tal sentido. La acción desgastante del modelo neoliberal, la sujeción de la política a la economía y la fuerte influencia de las corporaciones mediáticas con su capacidad de crear sentido en la sociedad, confluyeron para que la política se convierta en mala palabra para mucha gente.
«Existe un proceso doble. Por un lado, un vaciamiento de lo político por la lógica del mercado que se generó en el esquema neoliberal», puntualiza Petriella. «Pero también hay un intento de recuperación de lo político, tanto en nuestro país como en otros de América latina, sobre la base de un desacoplamiento de ese modelo y un intento de colocar lo político en el marco de la apropiación de esos proyectos. Ahí se produce una puja y una tensión», afirma el sociólogo y añade: «Hay que hacerse cargo de esa tensión y reclamar que los partidos políticos son y deben ser el espacio de configuración de las expectativas colectivas de los ciudadanos. Los partidos políticos deben representar a los ciudadanos –concluye– en el marco de la puja política y en el marco de la ética».
Surge entonces la necesidad de analizar si existe un reclamo social en cuanto a transformar las reglas de juego de la política. Porque desde 1983, el tema de la reforma fue levantado en distintas oportunidades, pero en general ocurrió a partir de la conveniencia coyuntural del sector político triunfante, que proponía cambios que se ajustaban a sus proyectos.
Acerca del momento en que se sancionó la más reciente legislación de reforma política divergen las opiniones. Para Juan Manuel Abal Medina, politólogo, subsecretario de la Gestión Pública de la Jefatura de Gabinete de la Nación, «Existe claramente una demanda social en el sentido más genuino del término, no es una demanda por determinadas medidas, sino porque la política vuelva a representar los intereses sociales. Lo que tenemos en la Argentina –señala Abal Medina–, como consecuencia de los 90, y que explotó en 2001, es la pérdida absoluta de los vínculos entre representantes y representados». En cambio, para el periodista y licenciado en Ciencias Políticas, José Natanson, «La demanda social es contradictoria porque por un lado está la idea de que “hay que democratizar los partidos”, “tiene que haber internas”, etcétera. Pero cuando los dirigentes de un mismo partido comienzan a competir entre sí la gente dice “¡Ah, no, se pelean entre ellos!”. Me parece que hay una demanda difusa», concluye el columnista de Página/12.

Nuevos canales

La participación popular y la representatividad de los partidos políticos sobresalen como problemáticas centrales a resolver si se tiene como objetivo profundizar la democracia y recuperar la política para el pueblo. Petriella aboga por una «democracia anclada en la participación y en la visión que la gente pueda tener de la resolución de la cosa pública en tanto y en cuanto afecta sus intereses».
Pero, ¿qué quiere decir participación y cómo se la mide? En algunos casos, se vincula con el clima político de un país. Al respecto, Natanson se refiere a un caso cercano: «Creo que tiene que ver con la capacidad del sistema de expresar a su sociedad. Bolivia tenía un régimen político de muy baja participación antes de Evo Morales. Si uno toma participación no sólo como presentismo electoral, sino en un sentido más amplio, en los partidos, en los plebiscitos, en las elecciones, hoy Bolivia debe ser el país con más participación de América latina, su pueblo está súper politizado. Si bien hubo una reforma constitucional –aclara–, el sistema no cambió formalmente, sigue habiendo presidencialismo, hay un Congreso, etcétera. Lo que cambió es que ahora hay un líder indígena en el poder y se puso en marcha un profundo proceso de lucha política».
Pero hay, también, una necesidad de involucramiento social en cuestiones más cotidianas. «Creo que no se trata solamente de la participación entendida como el momento de elegir o revocar, sino también desde el momento de gestionar», expresa Petriella. «Es posible pensar en procesos de auditoría social en políticas públicas, en desarrollos de modelos participativos de gestión en sectores de la economía social y en el área de las empresas del Estado».
Por su parte, Abal Medina explica que para enfrentar la crisis de representación es necesario crear condiciones para la existencia de partidos grandes y sólidos, y añade: «Es muy importante acompañarlos con la generación de canales o herramientas de democracia semidirecta. Creo que esa es una visión muy fuerte que te permite fortalecer y profundizar la democracia, además de superar los problemas que la representación por definición tiene. Con cuestiones muy puntuales como el presupuesto participativo o los consejos consultivos, hay que ir construyendo distintos canales que permitan una participación más directa de la ciudadanía, complementada y en tensión con partidos sólidos», señala el joven funcionario nacional.
La conducción de las demandas sociales a través de los partidos políticos es uno de los componentes en crisis del sistema. Entre otros motivos, por la mencionada falta de representatividad y pérdida de significantes ideológicos fuertes que afecta a la mayoría de los partidos, especialmente los de mayor tradición y masividad.
La existencia en nuestro país de más de 600 partidos políticos no garantiza una mayor participación. Así como tampoco lo hace la preeminencia de dos partidos a lo largo de las últimas décadas, el justicialismo y la Unión Cívica Radical. La ley aprobada recientemente (ver Las reglas...), aún no reglamentada, apunta en principio a favorecer el esquema bipartidista en tanto dificulta la conformación de un nuevo entramado de organizaciones políticas.
El subsecretario de Gestión Pública defiende la ley aprobada por iniciativa del Poder Ejecutivo, y reitera la necesidad de que existan «partidos fuertes que vinculan intereses sociales y los traducen a la esfera de la política. Sin esos canales partidarios la democracia se transforma en un circo mediático, en el cual se elige de acuerdo con quién es más o menos simpático y no evaluando qué intereses sociales, qué ideologías, qué valores, qué tradiciones representan los partidos. Se trata de recuperar esa forma de entender la política».
Desde 2001 en adelante alcanzaron mayor relevancia los movimientos sociales, especialmente a partir de la irrupción de agrupamientos «piqueteros» con gran poder de movilización, pero también de otras formas de organización popular que tuvieron un gran protagonismo en los meses posteriores al estallido de la crisis. A ellos refiere el jurista Eduardo Barcesat cuando propone dos medidas a incluir en lo que, a su juicio, sería una reforma política ideal: «Una de ellas es eliminar las barreras y los topes electorales para favorecer la participación; y como hasta aquí la Constitución confiere un monopolio de la política a los partidos políticos, la otra cuestión sería pensar si los movimientos y organismos sociales pueden ensamblarse de una manera orgánica en la política para que tengan representatividad. Esto puede ser propiciado, hoy el pueblo se referencia mucho más en movimientos sociales, desde lo barrial hasta lo nacional, más que en los partidos políticos que han tenido una historia poco venturosa».
Un planteo en este sentido formularon algunas organizaciones políticas reclamando que se tenga en cuenta a los movimientos sociales en el momento de reglamentar la norma sancionada por el Congreso. Pero el pedido fue desestimado por el director nacional electoral, Alejandro Di Tulio, quien salió al cruce diciendo que «la inserción de los movimientos sociales debe darse a través de afiliaciones a los partidos políticos».
Acerca de la representación y la identificación del votante con un partido o candidato, el sociólogo y consultor en opinión pública Ricardo Rouvier, sostiene que ésta «comprende dos aspectos: uno cuantitativo y que abarca un número grande de ciudadanos, y otro cualitativo, el ejercicio pleno de la opinión y poder de las mayorías. El problema de la democracia actual, y en particular de la Argentina, es la construcción de mayorías, como lo fueron el yrigoyenismo y el peronismo». Ese alejamiento de la identificación partidaria impacta en las tendencias electorales. «Existe una mayor orientación hacia el voto negativo, por la ausencia programática de los partidos. Se vota a personalidades, define Rouvier, y esto favorece el voto emotivo o afectivo por encima del voto racional por un programa de realizaciones». Ciertos episodios registrados en recientes comicios le dan la razón a Rouvier: candidatos triunfadores en su distrito a los que no se les oyó, en toda la campaña, ninguna propuesta o idea concreta. Cada vez más, las tenidas electorales son disputas entre eslóganes y estrategia publicitarias moldeadas por especialistas, en lugar de debates de ideas y confrontación de ideologías y métodos de gobierno.

Estructuras

El tipo de institucionalidad que se logre establecer, en definitiva, tendrá que ver con el modelo de país vigente. Los mecanismos de la democracia representativa quedaron entrampados, desde diciembre de 1983, en la incapacidad que tuvo el sistema para resolver los problemas estructurales del país. Si la democracia convive con importantes índices de pobreza y desigualdad, si no alcanza los planos económico, social y civil, no es tal, se limita a una suerte de mercado electoral en el que el ciudadano sólo ejerce el derecho de elegir a los administradores del modelo a través de su voto cada dos o cuatro años. Así, el sistema vigente, en el que las organizaciones políticas, la participación y el debate fueron reemplazados en buena medida por los medios de comunicación y el marketing, se convirtió en un marco de «seguridad jurídica» para la implementación de un modelo económico de exclusión.
Una profunda reforma debería trascender los aspectos electorales y de regulación de los partidos políticos, poniendo en debate el funcionamiento de los poderes del Estado y la forma en que la ciudadanía pueda participar y controlar las acciones de gobierno, incluyendo la designación de los jueces ya que, si a 27 años de la restauración constitucional sobrevive en la estructura de la justicia un entramado de magistrados designados por los dictadores, evidentemente hay mecanismos a cambiar también en ese ámbito. Según Petriella, «una reforma política implica un concepto de reforma del Estado en las relaciones con la sociedad civil; es decir, una verdadera democratización requiere pensar en una nueva Constitución que reformule esas estructuras de representación». Se trata, en definitiva, de profundizar la democracia, de construir nuevos modos de relación entre la sociedad, el Estado y la política.

Jorge Vilas
Entrevistas: Luis Pablo Giniger

LEY 26.571

Las reglas de juego


La reforma política fue el tema principal del «diálogo» abierto luego de las elecciones del 28 de junio del año pasado. El Gobierno Nacional eligió ese eje de discusión por un doble motivo. Por un lado, para no plantear cuestiones de mayor impacto en la coyuntura luego de un proceso electoral en el que no obtuvo los resultados esperados, y por otro, porque era un punto efectivamente reclamado por varios sectores de la oposición. Curiosamente, o no tanto, algunos de esos mismos partidos que bregaban por cambios en las reglas de juego de la actividad política, se opusieron a tratarlo en ese momento ya que, dijeron, «no era prioritario».
El Gobierno avanzó de todos modos con su proyecto –al que llamó «Ley de Democratización de la Representación Política, la Transparencia y la Equidad Electoral»– y logró que el Congreso lo aprobara, con modificaciones, mediante amplias mayorías (136 votos contra 99 en Diputados, 42 a 24 en el Senado).
«Es una ley predominantemente electoral, no modifica la vida partidaria ni impulsa la transformación de la política», opina Ricardo Rouvier. «Una reforma política es otra cosa –añade–. Debería surgir de un consenso de los partidos, que hoy son sólo un instrumento electoral, están muy lejos de lo que fueron».
Los puntos salientes de la ley son la implementación de elecciones primarias simultáneas, obligatorias y vinculantes para todos los partidos, mecanismo inspirado en los regímenes electorales que funcionan en Santa Fe y en Uruguay. Asimismo, se fijan criterios de regulación de la publicidad preelectoral en radio y televisión, ya que el Estado será el único financista de los gastos que cada fuerza política destinará a su campaña, y se prohíbe la publicidad de actos de gobierno desde quince días antes de la fecha de la elección general. La ley establece que las campañas electorales se reducen a 30 días para las primarias y 35 días para la elección general, la publicidad en los medios audiovisuales no podrá superar los 20 días en las primarias y los 25 días en la elección general, establece nuevas condiciones para constituir partidos y mantener la personería, y prohíbe ser candidatos a los procesados por crímenes de lesa humanidad.
En el decreto de promulgación, la Presidenta de la Nación vetó dos artículos clave, el 107 y el 108, eliminando así el plazo –hasta el 31 de diciembre de 2011– que el Congreso había establecido para que los partidos políticos se adaptaran a los nuevos requisitos fijados por la norma. Al respecto, Petriella advierte que «esta decisión del Poder Ejecutivo va en contra de la muchas veces proclamada necesidad de renovación política. La ley mejora relativamente lo anterior, en la medida que destraba algunos obstáculos que existían, pero el veto puede generar la desaparición de la mayoría de las pequeñas fuerzas y tendrá como consecuencia el fortalecimiento del bipartidismo».



PARLAMENTARISMO VS. PRESIDENCIALISMO

Formas de gobierno


Las recientes disputas entre el poder Ejecutivo y las bancadas opositoras del Congreso Nacional motivaron un incipiente debate en torno al sistema de gobierno vigente en el país. Cristina Fernández desafió a sus adversarios al decir que «la Argentina tiene un sistema presidencial, no hay cogobierno con la oposición, si quieren que eso ocurra reformen la Constitución y tengamos un sistema parlamentario». Sin dudas, este es otro ítem fundamental a discutir en el marco del análisis profundo de una reforma política integral.
El presidencialismo en la Argentina nace en el origen mismo de la Nación, lo consagra la Constitución Nacional de 1853, inspirada en el trabajo de Juan Bautista Alberdi, Bases y puntos de partida para la organización nacional.
Las sucesivas reformas constitucionales mantienen en esencia las funciones atribuidas al titular del Ejecutivo. La reforma del año 1949 consagra la reelección, entre otras modificaciones a las atribuciones presidenciales, aunque seis años después fue revertida por los golpistas de 1955. En 1994, en tanto, se intenta –en lo formal– atenuar el presidencialismo, en el marco de una reforma nacida de un pacto político cuyo objetivo central fue permitir la reelección de Carlos Menem, incorporando la figura del jefe de Gabinete de ministros, la consagración de la autonomía municipal, el nuevo estatus de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, y la jerarquización constitucional de órganos de control como la Auditoría General de la Nación y el Defensor del Pueblo. Sin embargo, la figura del presidente mantuvo su preeminencia absoluta en el sistema político.
Angel Petriella plantea el debate en un nivel de reflexión. «Creo que hay que enfocar esto en el marco de una batalla de ideas. Preguntarse, ¿debe seguir siendo el Senado la cámara que, en última instancia, legitima lo más conservador en forma permanente o sería mejor pensar en un Parlamento unicameral?, ¿debe seguir teniendo el presidencialismo, que es una gran tradición, la validez y vigencia para poder manejar las conflictividades que aparecen desde lo político y las estructuras que tienen que ver con los intereses sectoriales?, ¿no será mejor pensar en un parlamentarismo?».
Para Eduardo Barcesat, «en lo institucional quizás habría que avanzar hacia un sistema parlamentarista que puede tener una infinidad de variables y grados, pero que sin ninguna duda permite una mayor participación popular y mejor control de la gestión pública. Además, los posibles cortocircuitos o estallidos pueden tener una solución más rápida sin que se ponga todo en crisis como sucedió en 2001». Abal Medina, por su parte, admite que «es una discusión posible». Y agrega: «Algunos pueden pensar también en cuestiones como el semipresidencialismo, pero estoy convencido de que, si bien sin partidos el presidencialismo tiene problemas, como estamos viendo en estos días, también el semipresidencialismo y el parlamentarismo los tendrían, porque justamente requieren mucha disciplina, mucha solidez orgánica y acuerdos serios».
Quien resta trascendencia al debate sobre parlamentarismo es José Natanson. A su juicio, estas ideas, aplicadas a la realidad latinoamericana, provienen de «una mirada puramente eurocéntrica. ¿Qué importa si el sistema es parlamentarista? –se pregunta–. Creo que la incidencia del tipo de régimen, presidencialista o parlamentarista, sobre la prosperidad de un país es mínima. Muchos creen que un modelo parlamentario va a hacer funcionar per se el Congreso, pero no es así. En muchos casos tienden a una concentración del poder fenomenal, como sucede en Inglaterra, por ejemplo, donde el primer ministro es prácticamente un rey, mientras tiene mayoría. En algunos casos, concluye el periodista, los parlamentarismos son muy mayoritaristas y no necesariamente generan los equilibrios y consensos que se buscan»

FUENTE:http://www.acciondigital.com.ar/10-05-10/anterior.html

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